1 de diciembre de 2011

Comunicado sobre la píldora anticonceptiva de emergencia




1. Los Obispos que conformamos la Comisión Episcopal de Familia e Infancia de la Conferencia Episcopal Venezolana comprometidos, por nuestra condición de Pastores del Pueblo de Dios con la defensa de la dignidad de la persona y de su derecho al matrimonio, a la familia y del derecho fundamental a la vida y alarmados por la grave confusión que puede provocar en la opinión publica la promoción a través de algunos medios de comunicación social, de la llamada “píldora anticonceptiva de emergencia”, nos sentimos obligados a alertar a todo la sociedad venezolana y en particular al pueblo católico. 

2. Nos preocupa gravemente que para evitar un embarazo no deseado se invite a la utilización del “ANTICONCEPTIVO DE EMERGENCIA”. Este “anticonceptivo” es un producto farmacéutico compuesto por Levonorgestrel (0,75 mg.), que incluye entre sus mecanismos de acción “un efecto que produce cambios en el endometrio que impide la implantación”:
 
   a). Este efecto no es una acción anticonceptiva como se manifiesta, sino interceptiva, ya que intercepta el embrión antes de su anidación en el útero materno, 
   b) deteniendo así el proceso de desarrollo normal del embrión humano, que da lugar a un aborto químico temprano.

3. Según la explicación científica se trata explícitamente de un aborto. Por aborto entendemos "la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de la existencia, que va de la concepción al nacimiento". 3 Por lo tanto el uso de medios de intercepción es una modalidad de aborto, que en la legislación venezolana es sancionado como delito por el Código Penal 4, y es, además, gravemente inmoral. 

4. La promoción de este fármaco deja abierta la idea de que es lícito tener relaciones sexuales seguras sin peligro de procreación, al ofrecer la posibilidad de eliminar la vida de un ser humano ya concebido. Ello es inadmisible desde el punto de vista moral y legal5, dado que todo ser humano desde el momento que se inicia su existencia con el embarazo de la mujer en la concepción, posee una dignidad y el derecho a que le sea garantizada y respetada su vida, por el Estado, la sociedad, y la familia6.

5. En la promoción de la píldora se utiliza la imagen y voz de una joven, que afirma haber perdido sus sueños de ir a la universidad por un embarazo no deseado, por no conocer este fármaco. Esto constituye una incitación al uso indiscriminado y prematuro de la sexualidad, dejando de lado los valores éticos que ella lleva consigo. Sin embargo, la promoción del fármaco anticonceptivo no informa de las graves consecuencias y los efectos éticos, psicológicos y emocionales que sobrevendrán a las jóvenes cuando tomen conciencia de haber provocado el aborto de sus propios hijos.

6. Una sociedad llamada a proteger la vida no puede aceptar la oferta de soluciones irresponsables como la eliminación de la vida humana fruto de relaciones sexuales prematuras e irresponsables. Una autentica prevención coherente con la dignidad del ser humano y solución de fondo a la problemática de embarazos no deseados pasa por una adecuada educación hacia la responsabilidad en el recto uso de la sexualidad humana. Es a través de la educación de los valores morales el modo de crecer como seres humanos y de contribuir al desarrollo de una sociedad sana y responsable.

7. Hacemos un llamado a los padres de familia, como primeros y principales responsables de educar y proteger el desarrollo moral de sus hijos, para que inculquen en ellos el respeto y el valor a la vida. 

8. También hacemos un llamado al Estado que propugna el derecho a la vida entre los valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, 7 para que se comprometa a tomar cartas en tan delicada situación. Igualmente sometemos a la consideración de las autoridades competentes, en materia sanitaria, las siguientes interrogantes: ¿Por qué se está anteponiendo el aspecto comercial, a través de esta publicidad, al derecho a la vida del concebido y a la salud de las venezolanas?, ¿Por qué es posible que se pueda acceder a este fármaco abortivo sin restricción a libre venta en las farmacias? 

9. Esta alerta no es una cuestión de religión ni de ideologías, sino que es el llamado al respeto del primero y principal de todos los derechos humanos, como lo es el derecho a la vida, la cual exige ser respetada y promovida desde el momento del inicio su existencia con la concepción. 

Firman los Obispos de la Comisión Episcopal de Familia e Infancia.

Caracas 14 de noviembre de 2011.

1 Formulario Terapéutico Nacional. 2ª Edición, 2004. Pág. 153-154. 
2 Dignitate Personae N° 23
3 Juan Pablo II, Evangelium Vitae Nº 58.
4 Código Penal, Artículo 431
5 Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, Artículos 43 y 75.
6 Ley Orgánica para la Protección al Niños, Niñas y Adolescentes (LOPNNA), Artículo 1 
7 Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, Artículo 2 
Autor: Comisión Episcopal Venezolana de Familia e Infancia | Fuente: Comisión Episcopal Venezolana de Familia e Infancia 

3 de noviembre de 2011

EL SALMO 126 (11)

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 12 de octubre de 2011


Salmo 126
Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 —según la numeración greco-latina, 125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación:

«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a).

El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia. Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30, 18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).

Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf. Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:

«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).

Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a la espera de la realización plena. Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y muerte, alegría soñada y lágrimas de pena. 

La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa superficie de hierba verde y de flores.

La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha. Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja, prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser espiga (cf. Mt 13, 3-9; Mc 4, 2-9; Lc 8, 4-8). Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso, año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla. Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias «maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los hombres ignoran el secreto. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.

A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24); o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una nueva vida (cf. Jn 16, 21).

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. 

Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.


Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, que celebran con gozo la reciente beatificación de su Fundadora, la Madre Anna María Janer, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México y otros países latinoamericanos. Que Dios os acompañe y llene siempre vuestra vida de alegría y paz. Muchas gracias.

Escuela de Oración EL SALMO 23 (10)

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL

Salmo 23
Queridos hermanos y hermanas:


Dirigirse al Señor en la oración implica un acto radical de confianza, con la conciencia de fiarse de Dios, que es bueno, «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6-7; Sal 86, 15; cf. Jl 2, 13; Gn 4, 2; Sal 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). 


Por ello hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado totalmente de confianza, donde el salmista expresa su serena certeza de ser guiado y protegido, puesto al seguro de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 —según la datación grecolatina, 22—, un texto familiar a todos y amado por todos.


«El Señor es mi pastor, nada me falta»: así empieza esta bella oración, evocando el ambiente nómada de los pastores y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen remite a un clima de confianza, intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cf. Jn 10, 2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitirles vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar si el pastor está con ellas. A esta experiencia hace referencia el salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por él hacia praderas seguras: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre» (vv. 2-3).


La visión que se abre ante nuestros ojos es la de praderas verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia los cuales el pastor acompaña al rebaño, símbolos de los lugares de vida hacia los cuales el Señor conduce al salmista, quien se siente como las ovejas recostadas sobre la hierba junto a una fuente, en un momento de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca, y el pastor vigila sobre ellas. Y no olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, azotada por el sol ardiente, donde el pastor seminómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas calcinadas que se extienden en torno a los poblados. Pero el pastor sabe dónde encontrar hierba y agua fresca, esenciales para la vida, sabe conducir al oasis donde el alma «repara sus fuerzas» y es posible recuperar las fuerzas y nuevas energías para volver a ponerse en camino.


Como dice el salmista, Dios lo guía hacia «verdes praderas» y «fuentes tranquilas», donde todo es sobreabundante, todo es donado en abundancia. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de ausencia y de muerte, no disminuye la certeza de una presencia radical de vida, hasta llegar a decir: «nada me falta». El pastor, en efecto, se preocupa por el bienestar de su rebaño, acomoda sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos «justos», es decir aptos para ellas, atendiendo a sus necesidades y no a las propias. Su prioridad es la seguridad de su rebaño, y es lo que busca al guiarlo.


Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el salmista, si caminamos detrás del «Pastor bueno», aunque los caminos de nuestra vida resulten difíciles, tortuosos o largos, con frecuencia incluso por zonas espiritualmente desérticas, sin agua y con un sol de racionalismo ardiente, bajo la guía del pastor bueno, Cristo, debemos estar seguros de ir por los senderos «justos», y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y no nos faltará nada.
Por ello el salmista puede declarar una tranquilidad y una seguridad sin incertidumbres ni temores:


«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4).


Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tu vas conmigo» es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo, acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e indica la presencia tranquilizadora del pastor.


Esta imagen confortante cierra la primera parte del Salmo, y da paso a una escena diversa. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora somos transportados bajo su tienda, que se abre para dar hospitalidad:


«Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa» (v. 5).


Ahora se presenta al Señor como Aquel que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El huésped divino prepara la comida sobre la «mesa», un término que en hebreo indica, en su sentido primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y sobre la cual se ponían las viandas para la comida en común. Se trata de un gesto de compartir no sólo el alimento sino también la vida, en un ofrecimiento de comunión y de amistad que crea vínculos y expresa solidaridad. Luego viene el don generoso del aceite perfumado sobre la cabeza, que mitiga de la canícula del sol del desierto, refresca y alivia la piel, y alegra el espíritu con su fragrancia. Por último, el cáliz rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con generosidad sobreabundante. Alimento, aceite, vino: son los dones que dan vida y alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. El Salmo 104, celebrando la bondad providente del Señor, proclama: «Haces brotar hierba para los ganados, y forraje para los que sirven al hombre. Él saca pan de los campos, y vino que alegra el corazón; aceite que da brillo a su rostro y el pan que le da fuerzas» (vv. 14-15). El salmista se convierte en objeto de numerosas atenciones, por ello se ve como un viandante que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras que sus enemigos deben detenerse a observar, sin poder intervenir, porque aquel que consideraban su presa se encuentra en un lugar seguro, se ha convertido en un huésped sagrado, intocable. Y el salmista somos nosotros si somos realmente creyentes en comunión con Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada puede hacernos mal.
Luego, cuando el viandante parte nuevamente, la protección divina se prolonga y lo acompaña en su viaje:


«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (v. 6).


La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al salmista que sale de la tienda y se pone nuevamente en camino. Pero es un camino que adquiere un nuevo sentido, y se convierte en peregrinación hacia el templo del Señor, el lugar santo donde el orante quiere «habitar» para siempre y al cual quiere «regresar». El verbo hebreo utilizado aquí tiene el sentido de «volver», pero, con una pequeña modificación vocálica, se puede entender como «habitar», y así lo recogen las antiguas versiones y la mayor parte de las traducciones modernas. Se pueden mantener los dos sentidos: volver al templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad, es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Dios. El seguimiento del Pastor conduce a su casa, es la meta de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio al huir de los enemigos, lugar de paz donde se experimenta la bondad y el amor fiel de Dios, día tras día, en la alegría serena de un tiempo sin fin.


Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, acompañaron toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel, y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo originario del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cf. Is 63, 11-14; Sal 77, 20-21; 78, 52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey quien tenía la tarea de apacentar el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cf. 2 Sam 5, 1-2; 7, 8; Sal 78, 70-72). Luego, después del exilio de Babilonia, casi en un nuevo Éxodo (cf. Is 40, 3-5.9-11; 43, 16-21), Israel es conducido a la patria como oveja perdida y reencontrada, reconducida por Dios a verdes praderas y lugares de reposo (cf. Ez 34, 11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús en quien toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo alcanza su plenitud, encuentra su significado pleno: Jesús es el «Buen Pastor» que va en busca de la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas (cf. Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7; Jn 10, 2-4.11-18), él es el camino, el justo camino que nos conduce a la vida (cf. Jn 14, 6), la luz que ilumina el valle oscuro y vence todos nuestros miedos (cf. Jn 1, 9; 8, 12; 9, 5; 12, 46). Él es el huésped generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cf. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) y la mesa definitiva del banquete mesiánico en el cielo (cf. Lc 14, 15 ss; Ap 3, 20; 19, 9). Él es el Pastor regio, rey en la mansedumbre y en el perdón, entronizado sobre el madero glorioso de la cruz (cf. Jn 3, 13-15; 12, 32; 17, 4-5).


Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Por lo tanto, pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, a su mesa, y nos conduzca hacia «fuentes tranquilas», para que, en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus manantiales, fuentes de aquella agua viva «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14; cf. 7, 37-39). Gracias.



Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano y a las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Santos Ángeles, así como a los grupos provenientes de España, México, Chile, Argentina, Colombia, Paraguay y otros países latinoamericanos. Os invito, queridos hermanos, a intensificar vuestra vida de oración, acudiendo con confianza al Señor, que es bueno y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Muchas gracias.

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2 de noviembre de 2011

Escuela de Oración EL SALMO 22 (9)

BENEDICTO XVI
Sala Pablo VI
Miércoles 14 de septiembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:


«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).


Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.


Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.


A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:


«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).


Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.


Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a).


El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. 


Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35;Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).


He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.


Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.



Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los oficiales de la Policía Nacional, de Colombia, al grupo de la Academia de Carabineros, de Chile, a los alumnos y profesores del Bachillerato Humanista Moderno de Salta, Argentina, así como a los demás fieles venidos de España, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Dejémonos invadir por la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad más allá de las apariencias, reconociendo en la cruz la manifestación plena de la vida. Muchas gracias.

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Escuela de Oración EL SALMO 3 (8)


 Queridos hermanos y hermanas:


Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, come dije el pasado mes de junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y, a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a David al huir de su ciudad.
El Salmo comienza con una invocación al Señor:


«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).


La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.


El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la certeza de la respuesta divina:


«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).


Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.


La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una profunda tranquilidad interior:


«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).


El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo, en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.


A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien, después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su oración:
 «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). 


Los agresores «se levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (v. 9).


Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil “Batuta”, de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.
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